Continúa el viaje fotográfico por el antiguo reino de Siam: de Sukhothai a Ayutthaya, de Ayutthaya a Bangkok y de Bangkok a Krabi, tomando trenes, aviones y barcos hacia magníficos templos y ruinas, entre el rumor del mar, las bendiciones de Buda y la letanía de unas monedas que, al caer al suelo, rezan.
A los pies de Buda quemamos con incienso las promesas, las que uno se hace a sí mismo y no cumple. Dejamos las bicicletas con el pelo levantado por un viento lento y tibio que soplaba en el parque histórico de Sukhothai. Tomamos el tren de Phitsanulock a Ayutthaya, las ruinas de esta antigua capital del reino de Siam aguardan sin inquietarse en una parada del trayecto que lleva hasta Bangkok. Llegamos y cruzamos saludos con un tuc-tuc de cabeza de rana en vivo color. Buscamos el árbol de la iluminación que cubre con abrazos la cabeza de Buda. Cuarenta años atrás, algún ladrón no se dio cuenta de que dejaba atrás una pieza y el cuidador del templo reparó en ella al pie del árbol. Buda estaba en el suelo, impensable para un tailandés, pero el hombre dejó la cabeza entre las raíces y éstas hicieron el resto, mostrando que la imperfección no es sólo humana, que también pertenece a lo divino.
La Venecia de Oriente fue bella; hoy, los budas desechos recuerdan los hermosos cementerios de pequeñas tallas que vimos en los templos como Wat Umong, diminutas, cobijadas bajo la sombra de hojas y ramas, y éstas, las de Ayutthaya, grandes y deformadas, completas a su forma y a pleno sol. Recorrimos en elefante un simbólico trayecto dentro del recinto, sobre la piel gruesa y acartonada con andares refinados. Entre las ruinas, el animal sentía que la verdadera magnitud no era la suya, sino la que quedó sumergida en la piedra tras la guerra con Birmania, que destruyó la ciudad pero no su grandeza.

En Wat Chong Lom tomamos el barco Grand Pearl por el río Chao Praya hasta Bangkok. Para los niños, casi todo es posible: suben, bajan, por entre barandas de embarcadero con el estruendo que sólo produce la alegría junto a la inocencia. La cercanía del agua con su efecto calmante nos empuja con suavidad hacia la gran ciudad. Chavalit lleva veinte de sus treinta ocho años trabajando en el río, y en su limitada guarida de piloto se juntan muchos a comer y descansar; todos salen para que podamos ver su rostro redondo y sorprendido.
Nos dice que el agua del río es hoy más salada; le preocupa que, a causa de la deforestación, el agua dulce de las montañas se aleje de la desembocadura. Para Kit-Put, el conductor de la barca de cola larga con la que conocemos los canales de Bangkok, el cambio está en las mareas altas y bajas. Kit-Put ya tiene sesenta y siete años, cuarenta en las barcas, y confiesa que lo que quiere es cuidar su huerto; como conductor cobra poco, pero el trabajo termina al final del día, el campo nunca da descanso.
Después del Grad Palace, vamos a Wat Po, donde estuvo la primera universidad tailandesa, es lugar de estudio del cuerpo humano y sus puntos de energía; con un masaje pusieron a prueba los nuestros. El día de barrios y calles nos lleva a la casa de Jim Thomson, una historia incompleta de sedas y espías, de un hombre que encontró sus musas al borde del canal Saen Saep, hoy en el corazón de Bangkok. Estadounidense, arquitecto, diseñador de interiores y miembro de la Oficina de Servicios Estratégicos, no dejó su final escrito; desapareció una tarde de domingo de 1967, salió a pasear y nadie sabe cómo continúa el relato.


Fuente: http://lalineadelhorizonte.com
Fotos: Juan Echeverría. Texto: Belén Alvaro.
Con la colaboración de Turkish Airlines (www.turkishairlines.com) y Turismo de Tailandia (www.turismotailandes.com).
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